La Epístola

Apartado 432

Administración 1

Morelia, Mich. CP 58001

#97 Septiembre, 2002

Impreso en México

Noticias

Aguascalientes: Conferencia de Exhortación, desde jueves, 26 de septiembre, hasta domingo, 29 de septiembre. El horario es lo siguiente:

Jueves 26, 7:00 pm Martín Hernández Memo Kincaid

Viernes 27 7:00 pm Ramiro García Miguel Jackson

Sábado 28 7:00 pm Martín Hernández Ramiro García

Domingo 29 10:00 am Miguel Jackson Memo Kincaid

Zacatecas: Nos avisaron que hay mucha bendición, y andan muy ocupados con estudios. Hay 7 mas por bautizar.

Celaya: En su primera conferencia de evangelismo extranjero ocho hermanos se levantaron para declararse llamados al servicio del Señor como primera obligación. Que Dios use a estos hombres, no solamente en Celaya, pero en otros lugares también.

Celaya: Hermano Flavio Santoyo se cambió a León en agosto. Sus planes son de enseñar en León por un año. Por ahora, Noé (Gengis) Castillo se queda en Celaya.

León: Oración de predicadores, domingo, 17 de noviembre, comida a las 4:00 pm, reunión empieza a las 5:30 pm.

Querétaro: Taller de Mujeres en septiembre (13-15), calle Martín Carrera #114, colonia Presidentes, a media cuadra del mercado Presidentes. Teléfono en la bodega: 228-6328. Cualquier información favor de llamar (Querétaro - lada 442), a Hugo Moreno (243-9207), Juan Girón (220-7532) o Marco Chaires (243-4286). El horario es lo siguiente:

Viernes 13 6:30 pm Mujer Necia / Mujer Sabia

Sábado 14 11:00 am Respuestas a Preguntas

Sábado 14 6:30 pm Esposa de un Ministro

Domingo 15 4:00 pm Servicio (Ministerios de Mujer)

 

Conforme Nuestra Medida

(Serie "Ministerio Sin Vituperio" Parte Siete)

Por M. N. Jackson

13 Nosotros empero, no nos gloriaremos fuera de nuestra medida, sino conforme á la medida de la regla, de la medida que Dios nos repartió, para llegar aun hasta vosotros.

2 Corintios 10

El ministerio nuestro ha sido vituperado por contiendas entre los ministros. No me refiero a pleitos personales sino a las "contiendas profesionales" que tan continuamente suelen haber, entre los ministros de una misma iglesia y también entre los ministros de diferentes iglesias. Estas contiendas son nacidas de la soberbia natural de los hombres. Varones son naturalmente orgullosos, y es difícil que el orgulloso coexiste pacíficamente con otros orgullosos. Como suele decir el hermano Guillermo: Todos resisten a los soberbios; Dios resiste a los soberbios; los humildes resisten a los soberbios; y aun los soberbios resisten a los soberbios. Sin embargo, una versión santa de este orgullo es indispensable para un hombre, especialmente los hombres que vivimos en esta generación afeminada. Cada año el espíritu demoníaco del matriarcado es más predominante y los pocos verdaderos hombres que existen son considerados vestigios penosos de un mundo viejo que ha sido meticulosamente emasculado por el revisionismo. Las décadas futuras están siendo afeminadas de ante mano por el divorcio, madres solteras, aborto, homosexualidad, la difamación de la homofobia y la intolerancia, viviendas comunales, sensibilidad cultural, protección contra daños sentimentales a terceros, empatía criminal, y aversión a verdadera competitividad.

Uno de los retos grandes que enfrenta a los varones Cristianos que desean vencer Laodicea (Apo. 3.21) es mantener su masculinidad en medio de un siglo definido por una creciente adoración a la Teotocos (Isis, La Reina del Cielo, Diana, La Virgen, Madre Naturaleza). Este reto nos pone entre la espada y la pared; debemos y queremos ser mansos y humildes como Jesús lo fue, pero estas virtudes varoniles han sido seducidas y secuestradas y los impostores que han usurpado sus lugares en las mentes modernas son velos afeminados que afrentan el diseño glorioso de Dios (1 Cor. 11.4, 7). Atan, rapan, ciegan, enmudecen, y esclavizan el carácter varonil al molino de la humillación y autodestrucción para que se haga de juguete ante este siglo malo (Jue. 16.21, 25). Han convencido a los hombres que el "buen esposo, el "buen padre," el "buen ciudadano" es medio tontito, desorganizado, emocionalmente paralítico, y, sin el auxilio continuo de una mujer, prácticamente incapaz para cualquier logro mayor que destapar envases de mayonesa. Su auto-estima como hombres es tan poca que se sienten obligados a "descubrir su lado femenino," lo cual se manifiesta en una obsesión vanidosa asquerosa en su parecer y en su vestir -- cremas faciales, cirugía plástica, manicura, pelo largo, anillos, collares, aretes, ropa delicada; lo único que les hace falta es el encaje en sus calzones... si es que les hace falta. Muchos, reaccionando contra esta obligación apercibida, se van al otro extremo de comprobar su virilidad por el machismo, la pornografía, el adulterio, la borrachera, el crimen, la ira, y la violencia -- cayendo justo en la misma esclavitud de la cual intentan escapar.

Ante este espíritu inmundo los verdaderos varones Cristianos tenemos que recobrar nuestra dignidad, no sometiéndonos ni por una hora a la emasculación de nuestro carácter. Somos creados a la imagen y semejanza de Dios, formados antes que las mujeres, hechos para señorear sobre las obras de Sus manos. Esto no es de disculparse ni avergonzarse, antes debemos tener un orgullo santo en nuestro diseño; tener una dignidad que no permite que el error de estos abominables nos engañe. Es hora que dejemos de fingir ser apenados, delicados, e incapaces y que tomemos las riendas como los hombres que somos. Pero primero debemos tomar las riendas de nuestra propia vida. No podemos gobernar nuestra casa, ni nuestra sociedad, ni nuestras iglesias hasta que aprendamos a gobernarnos a nosotros mismos (Pro. 25.28). La marca distintiva de un hombre es su control sobre sí mismo -- Sobre su espíritu, su temperamento, su cuerpo, su mente, sus deseos, y su lengua. Este control es un reto formidable, el cual nunca se logra por completo pero sí se incrementa ampliamente con esfuerzo y práctica cotidiana. Algunas tácticas indispensables en esta cruzada son: Ejercitándonos para la piedad (1 Tim. 4.7), negándonos a nosotros mimos (1 Cor. 9.27), esforzándonos para ser valientes (Jos. 1.9), y sufriendo trabajos como soldados (2 Tim. 2.3).

Luego podremos tomar las riendas de nuestros hogares. Por decreto de Dios el hombre es la cabeza del hogar. Esta posición implica varias responsabilidades: Una es la responsabilidad de la inteligencia. No hay lugar para cabezas sin inteligencia, cabezas huecas movidas por el emocionalismo. Reaccionar sentimentalmente es de mujeres, actuar basándose en decisiones calculadas es de hombres. Ningún hombre se merece el respeto de su hogar si es impulsivamente necio. Es de mujeres ser el corazón del hogar, es de hombres ser la cabeza. Seamos inteligentes. Otra es la responsabilidad del liderazgo. El hombre debe trazar el curso de navegación por su familia; con una mano firme sobre el timón y un ojo impasible sobre el Autor y Consumador de la fe, dirige su hogar por sendas de justicia. Ninguno puede gobernar una iglesia sin antes gobernar su propio hogar. Seamos líderes. Otra es la responsabilidad de la protección. Es la sabiduría que protege el hogar, no sólo la fuerza (Pro. 21.22; Ecl. 9.13-15). La familia es una unión diseñada y bendecida por Dios, tan sagrada en sus ojos que no lo debe separar el hombre; hasta tal grado que aun la unión entre Cristiano e inconverso es sagrada y la bendición prometida es vigente (1 Cor. 7.10-14). Este interés divino en bendecir tu hogar también resulta en un interés diabólico en destruirlo. Satanás quiere tu esposa, tus hijos, tu paz, tu gozo, tu pureza; el quiere dejarte sentado en cenizas, cubierto de llagas, cuestionando a Dios acerca de tu calamidad. Por eso es incongruente que invertimos tan grande esfuerzo en proteger nuestras pertenencias de ladrones humanos pero permitimos, sin la más mínima resistencia -- casi invitamos -- al príncipe de los ladrones que entre y lleve cautivo nuestras únicas verdaderas posesiones (Pro. 31.10; Sal. 127.3). También es incongruente que como ministros nos esforzamos mucho en ser buenos pastores de la iglesia, cuando nuestra familia es nuestra iglesia más cercana y más importante -- es nuestro campo de prueba (1 Tim. 3.5) y la joya de nuestro éxito. Protejamos a nuestra familia. Seamos pastores.

Y últimamente tomemos las riendas de nuestras iglesias. Al varón se le entregó el gobierno y liderazgo de la iglesia, nuestras mujeres callen en las congregaciones; no les es permitido enseñar ni tomar autoridad sobre el hombre, porque la mujer fue formada después del hombre, y para el hombre. Además fue engañada por Satanás, por lo tanto es puesta bajo sujeción, empero se salvará de esta maldición si permaneciere en la fe, caridad, y santidad, con modestia (1 Tim. 2.11-15) -- obteniendo mejor lugar en el siglo venidero en el cual muchos primeros serán postreros y postreros primeros (Mar. 10.31). Las iglesias necesitan enseñar a las mujeres que es una deshonra a Dios y una vergüenza para si mismas que se entrometen en la decisiones y la profecía de la iglesia. No es su lugar criticar a los pastores ni cuestionar sus decisiones. No es su lugar predicar ni dirigir las reuniones. Si tienen alguna pregunta, háganlo en la casa a sus maridos (1 Cor. 14.34). Sin duda algunas lo ven fácil usurpar el lugar de los hombres, pues demasiados hombres son más que dispuestos a ser dominados por sus mujeres. Les es más cómodo continuar su tradición religiosa en la cual los varones se paran hasta atrás del templo bostezando, repiqueteando sus relojes mientras las mujeres rezan, confiesan, organizan, y peregrinan. Esta no es la vocación con la cual hemos sido llamados. Cristianismo es una religión de hombres, y solamente es sana cuando verdaderos hombres están al mando. La posición de la mujer es de ayudar y servir, el lugar del hombre es de gobernar y sufrir.

¡Somos hombres! Somos los elegidos por Dios para gobernar la casa, la sociedad, y, sobre todo, la iglesia: Profetizar en las reuniones, predicar en las calles, corregir y disciplinar a los rebeldes, enseñar y defender la doctrina. El espíritu de afeminación quiere robar nuestra distinción y así estafarnos de esta nuestra primogenitura. Nos quiere emascular en nuestra propia mente para que nos agobiemos baja la estigma de ser pequeños en nuestros propios ojos (1 Sam. 15.17) y nos escondamos de nuestra vocación divina entre el bagaje de machismo e irresponsabilidad (1 Sam 10.21, 22). Pero nosotros estamos resueltos a no creer a este espíritu ni ser sojuzgados por ella. Nos pararemos, cabeza y hombros encima de los demás, aceptando o anhelando aceptar nuestra vocación como varones en el diseño de Dios. Cobraremos valor y fuerza ante este siglo malo y no nos permitiremos ser humillados ante sus fieros espumarajos contra nuestra hombría. Seremos confiados en el ministerio que Dios nos ha encargado, agradecidos a él por la oportunidad que tenemos de ser ministros suficientes del nuevo pacto. Llenos de la dignidad de ser hombres, vistámonos la armadura brillante de luz y salgamos acuadrillados a la guerra santa del Señor Jesucristo; no defendemos nuestra hombría, la vivimos. No tenemos que intentar ser hombres, ¡somos hombres!

Sin embargo, este orgullo (o confianza) varonil causa problemas entre los ministros, porque es imposible que verdaderos hombres trabajen juntos sin tener conflictos profesionales, es decir, ideológicos. Pues, la naturaleza del hombre es de idear, innovar, guiar, arriesgar, y conquistar y estas virtudes difícilmente pueden coexistir con ideas igualmente fuertes pero disimilares. El resultado de esta naturaleza fuerte e independiente es un antagonismo constante. El antagonismo no sólo es el vicio de los carnales (1 Cor. 3.3), pero también es un peligro para los más espirituales (Gal. 6.1), como Pablo y Bernabé (Hec. 15.36-41). Esa contención entre Pablo y Bernabé no fue por cuestiones personales ni carnales, sino por diferencias profesionales, diferencias ideológicas. Bernabé, el hijo de consolación (Hec. 4.36), creía en la segunda oportunidad -- lo cual interesantemente fue de mucho provecho a Pablo, pues fue Bernabé que le dio su segunda oportunidad (Hec. 11.25) -- y Pablo, el único apóstol del cual se conoce haber entregado alguien a Satanás -- y no sólo a uno, sino a tres (1 Cor. 5.5; 1 Tim. 1.20) -- era impulsado principalmente por la necesidad que apremiaba (1 Cor. 7.26). Una colisión era casi inevitable, sólo era cuestión de tiempo; la situación específica únicamente fue un detalle.

Pero en 2 Corintios 10.12-18 un Pablo más viejo, un Pablo más experimentado, un Pablo más sabio, casi al descuido, comenta algunos de los principios de conducta profesional que él implementaba estrictamente en su trato con los demás ministros del evangelio. Estos principios probablemente fueron los responsables de salvaguardarlo de una repetición del fiasco con Bernabé, y sin duda fueron el mayor contribuyente de la buena relación profesional y personal que él gozaba con Pedro y Apolos -- ministros que a vista de muchos eran competidores y antagonistas de Pablo (1 Cor. 1.12), pero para él eran hermanos muy amados y ministros respetados (1 Cor. 3.5, 22). Los cinco principios que Pablo expone aquí son igual de oportunos y eficaces hoy que lo fueron en su día. Sin duda pueden solucionar muchos de los problemas actuales entre los ministros litigantes de nuestras iglesias, prevenir contenciones futuras, y, mejor aun, amortiguar el carácter fuerte e independiente de los verdaderos hombres para que puedan amarse, respetarse mutuamente, y colaborar exitosamente sin exacción ni capitulación; ministros iguales independientemente coordinando sus fuerzas para compensar mutuamente por sus faltas.

I. Sin competencia [v. 12].

El primer principio que Pablo nos enseña es que no debemos competir ministerialmente. Esto es una lección difícil de aprender, y difícil de vivir; los hombres somos naturalmente competitivos. Cada circunstancia, cada situación, cada conversación, cada obra y empleo, entre hombres, se convierte en una competencia. Quién es más fuerte, quién es mas inteligente, quién es más veloz, quién aguanta más dolor, quién es más rico, quién es más pobre, quién tiene más hijos, quién es el empleado del mes, quién fabricó más piezas, quién predica mejor, quién gana más almas, quién es invitado a más conferencias, la lista no tiene fin. Hombres no pueden juntarse por cualquier plazo de tiempo sin "medirse" y "compararse." Esto no es malo. Pues, lo único perverso de la competencia es cuando es una competencia afeminada en la cual "todos son ganadores." Premios de consolación son sólo un ejemplo más de la emasculación predominante. Es oportuno que enseñen a sus hijos, y, si es necesario, a sí mismos primero, que no todos son ganadores, sólo el que gana es el ganador; los demás perdieron. Es bueno alabarlos por su esfuerzo, su intento, su participación pero es un grave daño fingir que eso es igual de valioso que ganar. No lo es. Esta idea descaminada (incontrovertiblemente femenina) proviene de un deseo honorable de inculcar a los hijos a "saber perder." Pero esto no les enseña a "saber perder," solamente les enseña a ser perdedores. Además, no es "saber perder" negarle la victoria a otro. Saber perder es reconocer que perdiste y aceptarlo con humildad. Los que han sido inculcados con esta mentalidad emasculada difícilmente son impelidos a buscar el área en el cual ellos pueden sobresalir como verdaderos ganadores, y los que sí llegan a triunfar gozarán de una victoria devaluada, forzosamente compartida con los perdedores. La misma Biblia enseña que los que compiten, todos a la verdad participan, mas uno gana, por lo tanto debemos competir de tal manera que ganemos (1 Cor. 9.24).

Aunque la competencia es buena en casi cada área de la vida, es muy perjudicial en el ministerio de la palabra. Podemos observar los efectos de esta competencia en la iglesia de Corinto (1 Cor. 1.11-13). Aunque la competencia sólo existía en las mentes de los Corintios, estaba completamente desgarrando la iglesia, pues, donde hay competencia, siempre hay espectadores, y donde hay espectadores, hay fanáticos -- dispuestos a insultar, odiar, matar, y morir por su partido -- y los Cristianos no somos la excepción. Por eso Pablo dedicó una gran parte de su epístola desmintiendo la percepción de una competencia entre él, Pedro, y Apolos. Pablo refuta esta percepción con destreza, asemejando la iglesia a una cosecha en la cual cada obrador pone su parte y cada parte es necesario, pero el resultado final depende sumariamente en Dios. Los ministros de hoy tienen la misma responsabilidad de derrocar percepciones similares. No podemos permitir que los hermanos dividan la iglesia por pensar que entre nosotros hay una competencia. Cualquier que intenta alabarnos arriba de otro, compararnos con otro, de alguna forma retarnos a competir con los demás debe ser prestamente redargüido. Ciertamente nos halaga mucho oír nuestras hazañas ser publicadas por la boca de nuestros aficionados, pero no olvidemos que Dios aborrece al que enciende rencillas entre los hermanos (Pro. 6.19).

Mas grave aun son los ministros que en realidad sí están competiendo con los demás, y, con arrogantes palabras de vanidad, empequeñecen a sus colaboradores en el evangelio; conspirando y maquinando con sus familiares, amigos, y secuaces para una posición mayor que la de los demás (Mat. 20.20-24). Estos son de los que aman tener el primado entre vosotros. Anhelan oír sus nombres mencionados y sus "dichos" y "proverbios" citados en las predicaciones de los demás. Cualquier predicador de ustedes que dice que no batalla contra esta tentación está mintiendo o ya ha sido emasculado. Aunque reconocemos que Juan y Jacobo estaban mal en su petición, forzosamente tenemos que admirar su ambición espiritual -- aun si la buscaron saciar erróneamente. Cualquier hombre que no tiene ambición le queda pequeño al ministerio y es destinado a una vida de mediocridad. Pero nuestra lucha no es en contra de los hermanos, ni es necesario que otro ministro mengue para que nosotros seamos ensalzados; más bien, todos debemos humillarnos bajo la poderosa mano de Dios (1 Ped. 5.6) siendo sumisos los unos a otros (1 Ped. 5.5) y Dios nos ensalzará cuando fuere tiempo. Competimos con el tiempo y la tentación, luchamos en contra de Satanás y el pecado; los demás ministros no son nuestros obstáculos, son nuestro cumplimiento. Ellos resanan nuestras grietas y perfeccionan nuestras faltas.

II. Sin envidia [v. 13].

El segundo principio que Pablo enseña para evadir contenciones entre ministros es no envidiar el don ni el ministerio de otro. La insatisfacción es uno de los sentimientos más comunes de los humanos. No importa cuantos árboles lícitos tenemos a nuestro alcance, seguimos codiciando el único que nos es prohibido. Parece ser que no importa cuánto don, ni cuáles dones tenemos, aun así solemos envidiar el ministerio de otro. En vez de ser contentos con el ministerio que Dios nos ha encargado y enfocar en su desarrollo excelente, lo relegamos al menoscabo, desperdiciando nuestro tiempo codiciando para envidia la obra de otro (Sant. 4.5). Son murmuradores, querellosos, andando según sus deseos y hablando cosas soberbias (Jud. 1.16). No conocen la paz, el gozo, la seguridad, y el éxito que proviene de aceptar la medida que Dios les ha repartido y ocuparse en ella. Sienten que su vocación les queda pequeña a sus habilidades, y que merecen mucho más. Miran a los ancianos y piensan que podrían hacer la obra mucho mejor que ellos, y se amargan en su envidia; se amargan hasta el punto de no aguantar verlos en la reunión ni oír sus sermones ni convivir con ellos. Aun tus colaboradores se vuelven repugnantes en tus ojos; no puedes tolerar más que la iglesia les consulta a ellos y no ti, que las hermanas sienten confianza con la esposa de ellos y no con tu esposa; que los hermanos alaben a ellos en la reunión y no a ti. Te llenas de indignidad y soberbia, tratas de abrirte paso forzosamente al ministerio del cual te crees merecedor.

Todo esto, como he declarado ya, proviene de la soberbia. Es una rebeldía perversa en contra de la autoridad de Dios de repartir sus dones a quienes él quiere. Es una ingratitud desvergonzada hacia la tremenda misericordia que Dios te ha tenido tan solamente permitiendo que seas parte de su iglesia, y ni hablar de la bendición inefable de que tú seas un embajador de él. Es necedad presuntuosa ante la soberana, santa, y sabía vocación de Dios; tan ligeramente acusándole de imprudencia e injusticia, tan atrevidamente suponiendo conocer más que Dios. Es una inmadurez absurda que siendo tan mediocres e incumplidos en el ministerio que tienen, codician y conspiran por más. David entendió este principio. El humildemente y ardientemente declaró que él estaba dispuesto a holgarse en la vocación más baja del reino si así podía estar cerca de Dios y en su santa voluntad (Sal. 84.10). Claro, es fácil descartar el ejemplo de David, pues el ya era rey, (qué fácil decirnos que deberíamos estar contentos, hasta estáticos, con la oportunidad de ser porteros! Pero no podemos levantar esta acusación en contra del ejemplo de Jonathán, quien gozosamente asumió la medida que le fue repartida, la de ceder su lugar a David (1 Sam. 18.4). Ni tampoco en contra de Juan el Bautista quien declaró firmemente que la medida que le fue repartida a él era la de menguar (hasta el punto de morir) para que Jesús pudiera crecer, y que esto no sólo era su responsabilidad sino que también le era conveniente (Jn. 3.30).

Otro factor menos pecaminoso el cual provoca este desdén hacia la medida que nos ha sido repartida es la impaciencia. Dios llama a aquellos hombres que sienten la "necesidad que apremia", precisamente para utilizar esa energía y entrega para su obra. Pero, en el mismo instante que piensan arremeterse con ímpetu a la obra, Dios los pone en patrón de espera para templar el filo de su energía. Esta sabiduría divina confunde y desanima a una gran mayoría de jóvenes que han oído el alarido del campo de guerra, han recibido sus "órdenes de inscripción militar" al ejército del Capitán de su salvación, y están ansiosos de contarse entre los soldados cicatrizados de años. Han presenciado un pequeño vistazo del poder que obra en ellos por medio del don que les ha sido conferido y se mueren por la oportunidad de calarlo en pleno cambo de batalla. No pueden entender porqué han sido relegados al asiento trasero mientras hombres menos capaces, menos enérgicos, menos entregados detienen las riendas de su ministerio aparentemente abortado. Desean ser pastores, obispos, evangelistas, o diáconos pero muy apenas son permitidos predicar en las calles y compartir en las reuniones abiertas. Su frustración llega a ser tanta que en un momento de imprudencia renuncian el llamado y entregan su energía otra vez a las nefandas truhanerías de la vida mundana.

No entienden que cada ministro tiene que pasar por un tiempo de entrenamiento. No entrenamiento humano en un salón o en un seminario, sino un entrenamiento de tiempo indefinido en el desierto solitario del Señor. Las lecciones que el Señor nos enseña allí son demasiadas para enumerarlas, pero la mayor lección es la de aceptar el tiempo de Dios. Nuestra energía es buena pero tiene que ser canalizado y controlado por las compuertas del horario de Dios para que pueda ser útil. No saber el tiempo de Dios siempre ha resultado en catástrofe para la raza humana; desde Adán hasta nuestro día. Por no conocer el tiempo, Sara maquinó la muerte y tortura de millones de su propia prole (Gen. 16.1-3). Por no conocer el tiempo, Giezi acabó su vida siendo un leproso (2 Rey. 5.26). Por no conocer el tiempo los Judíos mataron a Jesucristo (Luc. 19.44). Por no conocer el tiempo jóvenes arruinan el momento más emocionante de un matrimonio: La primera noche. Por no conocer el tiempo Cristianos vuelven al mundo, impacientes para ya gozar de comodidades y posesiones. Por no conocer el tiempo muchos serán sorprendidos desnudos, pobres, y ciegos de sueño en la venida del Señor. Fuera de tiempo todo es amargo, impuro, insuficiente; pero en su tiempo justo, todo es hermoso (Ecl. 3.9) Para llegar salvos a ese tiempo y aprender reconocerlo, Dios nos ha puesto bajo tutores y curadores (Gal. 4.1, 2). Esto no es para desanimarte ni para relegarte a una posición inútil, es para que él pueda un día ensalzarte y establecerte en su obra, como José en Egipto (Gen. 41.40). ¿Cuánto durará tu plazo en el desierto de Sin? Hasta el tiempo señalado por el Padre. Lo que sí te puedo asegurar, no saldrás de allí hasta que aprendes las lecciones que él te quiere enseñar, requiérase un día o cien años. Sométete prestamente bajo esa mano poderosa de Dios, y él te ensalzará -- pues mil años delante del Señor es como un día (2 Ped. 3.8).

Cada uno de nosotros hemos recibido una medida de Dios. Debemos apreciar esa medida y el concepto que tenemos de nosotros mismos debe estar en estricto acuerdo con ella (Rom. 12.3). Ya es tiempo que entonemos voluntariamente y de buena gana con el salmista: "Jehová, no se ha envanecido mi corazón, ni mis ojos se enaltecieron; ni anduve en grandezas, ni en cosas para mí demasiado sublimes" (Sal. 131.1). Cada uno como el Señor le repartió, y como Dios llamó a cada uno, así ande (1 Cor. 7.17). Así debemos creer, así debemos vivir, y así debemos enseñar en las iglesias. No codiciemos más el don ni el ministerio de otro. Antes, todo lo que nos viene a nuestra mano hacer, hagámoslo según nuestras fuerzas. Si en ministerio, en servir, o el que enseña, en doctrina; el que exhorta, en exhortar; el que reparte, hágalo en simplicidad; el que preside, con solicitud; el que hace misericordia, con alegría. Previniéndoos con honra los unos a los otros, sirviendo al Señor y no a nuestra vuestras concupiscencias y envidias (Rom. 12.7-11). La oreja oye, el ojo mira, el olfato huele, la mano asiere, el pie camina, la boca habla; todos tenemos nuestro lugar, nuestro don, nuestra vocación y la única vergüenza en cualquiera de los diversos dones que Dios reparte es el tener vergüenza de ellos (1 Cor. 12.14-26).

III. Sin invasión [v. 14].

El tercer principio de Pablo la cual debemos implementar es no invadir el ministerio de otros. Aunque esto quizá parezca obvio a muchos, he observado que las implicaciones de este principio ni son tan obvias ni son implementadas como deben ser. La implicación más sencilla es que no se deben entrometer en la predicación y evangelismo de otros. Es decir, si un hermano (o hermana) está evangelizando a alguien, mantén tu distancia. No trates de rescatarlos de una "paliza." Ser avergonzado por no saber responder es la mejor medicina para la ignorancia. Vuelvo a enfatizar que la fuente de esta invasión es la soberbia. ¿Qué te hace pensar que tienes derecho de entrometerte en una obra ajena? Si quieres evangelizar a alguien toque puertas, predica en las calles, reparta folletos, habla con vecinos y compañeros de trabajo, acércate a gente en las plazas; encuentra tus propios contactos, no robes los de otro. Y esto nos lleva al corazón del problema: El parasitismo espiritual. Una gran parte de los "pastores" y "evangelistas" de hoy no son más que buitres, alimentándose de las obras de otros. Son una peste la cual está devastando la iglesia de Jesucristo. La magnitud de esta plaga parece ser completamente inapercibida por la mayoría de Cristianos; será porque la mayoría de Cristianos forman parte de los rangos de estos parásitos repulsivos.

No es difícil identificar en uno mismo la existencia de esta peste, solo se requiere sinceridad y una medida de la dignidad que Pablo expresa en Romanos 15.20: "me esforcé á predicar el evangelio, no donde antes Cristo fuese nombrado, por no edificar sobre ajeno fundamento." Muchos pastores y evangelistas dicen que creen este versículo, pero es una mentira descarada. Los hatos de estos buitres están llenos de "miembros" que fueron ganados y enseñados por otras iglesias. Sin hesitación dan la bienvenida a personas que dejaron su asamblea por no querer sujetarse a la doctrina y disciplina bíblica. Personas que prefieren cambiar de iglesia en vez de cambiar de opinión; prefieren buscar otro pastor en vez de buscar el arrepentimiento; prefieren huirse en vez humillarse. Son niños rebeldes huyendo de su casa de Dios y del cuidado que les tienen sus padres en la fe. Y por su arrogancia y egoísmo estos ministros consienten y fomentan su rebelión al admitirlos en sus congregaciones. No tienen ningún interés en el bienestar espiritual de estos niños caprichosos, a pesar de sus vanas palabras de engaño. Su único interés es su constante impulso a repletar su membresía. Si tuvieran verdadero interés en su bienestar espiritual, no proveerían santuario para su pecado e indisciplina. Les instruirían a acordarse de sus pastores que les hablaron la palabra de Dios, obedeciendo y sujetándose a ellos porque velan por sus almas (Heb. 13.17). Los regresarían a su iglesia natal, con una fuerte admonición a reconocer a los que trabajan y les presiden en el Señor y les amonestan, y que los tengan en mucha estima por amor de su obra (1 Tes. 5.12, 13).

Aun sí la iglesia que los ganó no es la ideal, y hay acusaciones legítimas contra ella, eso no les da el derecho de raptar sus miembros. Aparte de la única excepción lícita -- doctrina hereje -- es pecado en contra de los mismos fugitivos admitirlos en la congregación. Ministros parásitos sinceramente creen (más bien, desean aparentar esta sinceridad) que les quieren a ayudar. Para sobar sus propias conciencias se convencen que los pastores que ganaron a esas personas, que se invirtieron en ellos, que expendieron y fueron expendidos son "padres incapaces," así dándoles la libertad de quitarles sus hijos y traerlos bajo su propia tutela "superior." Pero no les están ayudando, pues una de las lecciones más importantes en la vida es la de sujetarse a la autoridad. No a la autoridad que uno mismo elige, pues eso no es sujeción ni es autoridad, sino a la autoridad que es ordenada por Dios (Rom. 13.1). Dios exige sujeción a la autoridad aun cuando la autoridad es rigurosa e injusta (1 Ped. 2.18, 19). Cuando Juan escribió su tercer epístola, el admitió que había un hombre malicioso y déspota en control de la iglesia, pero no intentó extraer los miembros de debajo de su pulgar (3 Jn. 9, 10). Pues, aprender sujetarse a la autoridad es una de las razones por las cuales Dios ordenó ser menester que vengan escándalos (Mat. 18.7). Esto no es para dar licencia a los pastores de ser rigurosos ni injustos, pero la solución no es abandonar la iglesia en la cual Dios mismo les ha colocado. Tampoco es el lugar de los ministros de otras iglesias "rescatar" a las víctimas, Jesús es el príncipe de los Pastores (1 Ped. 5.4) y el pagará a cada uno conforme fue su obra. Los que apacientan la grey de Dios como dechados serán recompensados y los que comenzaren a herir sus consiervos serán prestamente castigados (Mat. 24.47-51).

Sin embargo los ministros buitres usan estos escándalos como pretexto para robar ovejas, efectivamente anulando el intento de Dios. Estos son verdaderas hijas de la sanguijuela (Pro. 30.15). Son como la perdiz que cubre lo que no puso (Jer. 17.11). Son los que edifican su casa no en justicia, sirviéndose de su prójimo de balde (Jer. 22.13). Son traficantes espirituales de órganos: Roban miembros de otros cuerpos y los tratan de transplantar en su propia iglesia. Son los mosquitos del Reino de Dios, viven del sudor y sangre de otros. Y esto solo describe a los más honorables de ellos; los que sólo abran las puertas a los que abandonan sus iglesias. Ni hemos considerado los realmente abominables como lo son los "impecables" y "El Recobro." Ladrones sinvergüenzas que activamente buscan miembros de otras congregaciones. Presionan a hermanos contentos dejar su congregación y unirse a la de ellos. Los que reparten folletos entre Cristianos. Los que tratan de sembrar discordia en otras iglesias con la esperanza de recoger las piezas después. Un día se levantará parábola sobre estos y sarcasmos contra ellos. Dirán: "¡Ay del que multiplicó lo que no era suyo! ¡Por tu codicia maligna y por poner en alto tu membresía tú has despojado muchos ministros, asolaste muchas iglesias, y has pecado contra tu vida!" La justicia poética es que cualquier Cristiano tan desleal que está dispuesto a abandonar su iglesia y cualquier ministro tan vil que esta dispuesto a albergarlo se merecen mutuamente.

IV. Sin usurpación [v. 15].

El punto anterior nos lleva naturalmente al cuarto principio de Pablo: No usurpar el ministerio de otros. Sencillamente dicho, no tomar el crédito por la obra de otro. Este principio encierra las virtudes Cristianas y varoniles más básicas: Honestidad, humildad, mansedumbre, y dignidad. La usurpación, sorprendentemente común entre ministros, se manifiesta en un rango de formas, desde exagerar la maldad de tu vida de inconverso para gozar de un testimonio más impresionante, o minimizar la tutela de un padre en la fe hasta mentir descaradamente acerca de las hazañas del ministerio. Gloriarse en trabajos ajenos es un resultado de la misma competencia que hay entre ministros. Por estar competiendo por el respeto de la iglesia, son atraídos y cebados por su concupiscencia y bordean sobre exageraciones, las cuales con tiempo los hunden en completas falsedades. Después de un poco de tiempo, se encuentran tan envueltos en la mentira que no saben qué hacer más que seguir inventando historias. Viven en constante temor de ser descubiertos y eso les hace hostiles con cualquier que puede desenmascararlos con la verdad. Por increíble que sea, esto en verdad sí acontece entre ministros. En mis pocos años en el ministerio yo he conocido una media decena de ministros atrapados en esta arena movediza, y yo mismo me he zambullido en ella. Al inicio no parece tan grave ni tan repleto de consecuencias duraderas, pero aunque es aparentemente fácil entrar y salir por la puerta de esta tentación, al cruzar el umbral te encontrarás sobre una resbaladilla rápida sin fondo.

Este error inicia como los demás que hemos considerado, por la soberbia. Ministros, especialmente ministros jóvenes -- tanto de edad física como edad espiritual -- desean ser independientes de sus ayos y establecerse ante los ojos de sus discípulos. Por lo tanto, empiezan despreciando la enseñanza de sus mayores, criticando los hombres que los ganaron y los entrenaron, reempaquetando las doctrinas y métodos que les fueron entregados con términos superficialmente diferentes y adiciones inconsecuentes, y gloriándose de haber aprendido todo sin la ayuda de nadie. (Es sorprendente cuantas de las sectas de hoy empezaron exactamente así.) La necesidad de ser independiente y de alcanzar logros personales es parte de la naturaleza varonil, y cuando se busca legítimamente es un paso elemental en la madurez de cada hombre. Pero la verdadera independencia y honra en el ministerio reconoce y aprecia la influencia que otros tuvieron sobre su desarrollo. La verdadera independencia y honra finca sobre esta influencia, no lo desarraiga. Es inmadurez juvenil pensar que tienes que ser producto de la generación espontánea para poder ser independiente y respetado. Esta inmadurez los lanza en una cruzada para hallar doctrinas novedosas, las cuales resultan ser completa tontería y pérdida de tiempo. Aun el Apóstol Pablo, con toda la grandeza de revelaciones que él había recibido, no tuvo muchas ideas novedosas. En todas sus epístolas, el sólo identifica una o dos enseñanzas como propias de él (1 Cor. 7.6, 25); todo lo demás él mismo declara ser conforme a las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo (1 Tim. 6.3). Cada uno de los Apóstoles tomaba esta misma posición en sus escritos. De hecho, el mismo Nuevo Testamento y casi todas sus doctrinas fueron declarados en el Antiguo (Jer. 31.31), el Nuevo es sólo la explicación y aplicación de esas declaraciones.

Nosotros al igual no tenemos nada que no hemos recibido (1 Cor. 4.17), y es una falla de carácter y una falta de dignidad no reconocer esta dependencia. Reconocer nuestra procedencia no es una debilidad, es un mandato (1 Tes. 5.12). Y aun más que mandato, es nuestro legado y nuestro pedigrí. Ser hijos de los profetas es un honor que no debe ser despreciado. ¡Cuánto mejor ministerio es la nuestra que la de un "quisiera-ser-Amos" (Amos 7.14)! Somos el prole deseado de una larga línea de profetas, que obsequiaron toda su sabiduría e inteligencia a las generaciones consiguientes para que nosotros, sobre quienes han parado los fines de los siglos, podríamos reinar, aun si fuera sin ellos (1 Cor. 4.8). Ellos necios para que nosotros seamos prudentes, ellos flacos para que nosotros seamos fuertes, ellos viles para que nosotros seamos nobles (1 Cor. 4.9-13). Y no lo hicieron para recompensa ni se los recuerdo para avergonzarlos, sino para que entienden la deuda de gratitud que tenemos para con cada uno que se expendió sobre nuestra cuenta. Aun más que gratitud, les debemos aun a nosotros mismos (Flm. 19). )Y qué desean ellos? No buscan dádivas (Fil. 4.17), sólo desean nuestro éxito y nuestra independencia. Pero no hay éxito y no hay galardón si no luchamos legítimamente (2 Tim. 2.5). El que piensa otra cosa es hinchado, nada sabe, y enloquece acerca de cuestiones y contiendas de palabras, de las cuales nacen envidias y pleitos (1 Tim. 6.4).

Así que, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas (Efe. 5.20) no hablemos de ninguna cosa que Cristo no hay hecho por medio de nosotros. (Rom. 15.18). Apreciemos los éxitos y logros que Jesús nos ha dado y no tratemos de usurpar los de otros. No tenemos que ser mayores que otros para ser respetados por la iglesia. No tenemos que igualar el testimonio, las obras, y los logros de otros ministros para ser exitosos. Las almas que ganamos son nuestro éxito, ellas son nuestro engrandecimiento. Y este engrandecimiento no es soberbia y no es usurpación, es un engrandecimiento legítimo, conforme a nuestra regla. Por lo tanto, seamos pacientes por el crecimiento de su fe y a su tiempo segaremos, si no hubiéremos desmayado (Gal. 6.9).

V. Sin vanagloria [v. 18].

El quinto y último principio que Pablo encomienda a nuestro ministerio es la más importante, pues tiene la capacidad de parar la contienda antes que empieza y es la que más efecto tiene sobre el antagonismo existente entre los demás ministros. De hecho, se ha visto que cada uno de los otros principios encuentra su antítesis en esta. Hay competencia por causa de la vanagloria, hay envida por causa de la vanagloria, hay invasión por causa de la vanagloria, y hay usurpación por causa de la vanagloria. Todos los demás principios dependen del cumplimiento de corazón de este, pues la maestría de este principio es la que asegura, con el más mínimo esfuerzo, el éxito de los demás. Si este principio no se aprende ni se implementa, los demás sólo pueden ser soluciones temporales y superficiales; sólo son una capa de pintura blanca sobre el sepulcro de huesos y muerte que es un ministerio soberbio. Y con esto concluimos con lo mismo con que empezamos. La humildad y la mansedumbre (lo opuesto de la vanagloria) son virtudes varoniles, las cuales cada ministro tiene que adoptar si desea llegar a un varón perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo (Efe. 4.13).

El enunciado más sencillo de este principio es: Deja de alabarte a ti mismo. Mucha de la competencia entre ministros es nada mas que una reacción a la vanagloria de otro hombre. Así que, aunque los que se levantan soberbiamente para competir y contender con los demás ministros no tienen excusa, las manos de aquellos que los incitan con presunciones vanagloriosas también están manchadas de la sangre de los pleitos. Muchos de los ministros que están combatiendo entre sí mismos en este momento, lo hacen por alcanzar el nivel del cual sus tutores se jactan. Por eso, los que son espirituales y respetados como padres en la fe o dechados en el ministerio son los primeros que tienen que rendir su vanagloria a los pies de Cristo, el dechado encarnado de la humildad y la mansedumbre. La humildad y mansedumbre de Jesús debe ejemplificar la necesidad y éxito de este rendimiento de vanagloria del cual hablo. Justo cuando parecía que su Reino se iba a auto-destruir porque todos sus apóstoles estaban competiendo y envidiando sobre quien era el mayor, Jesús se desnuda, se viste de una toalla, y lava los pies de cada uno. Con un acto de humildad propicio, él calló la vanagloria de esos once hombres, y les impartió la solución para su antagonismo natural la cual lo hizo posible que trabajaren juntos sin contiendas. Aun cuando tuvieron diferencias ideológicas muy grandes, pudieron poner al lado su vanagloria, aceptar la vocación de los demás, llegar a un acuerdo mutuo, y darse la derecha de compañía (Gal. 2.9).

Necesitamos de esa misma manera, que los ministros más experimentados sean el dechado de la humildad, para enseñar a los demás el camino de la victoria. Pues, la tentación de alabarnos es un pecado innato, el cual es extremamente difícil de desarraigar. El momento que uno piensa que ha logrado la humildad, se encuentra batallando otra vez, con la vanagloria de ser tan humilde. Es una tentación que yo batallo todos los días, igual como cualquier hombre que tiene la dignidad de un verdadero varón y procura ser excelente en su obra. Aunque llevo años batallando en contra de la vanagloria, cotidianamente suele frustrar mis mejores intentos de erradicarla. Sin embargo yo he aprendido algunas estrategias de ataque que me han sido de inmensa ayuda. La primera es que empiezas controlando tu propia boca. No permites que tu lengua se gloríe de grandes cosas. No hables demasiado de ti mismo (ni bien ni mal), y nunca te alabes a ti mismo; se hambriento por la alabanza que Dios dará a los humildes (2 Cor. 10.18). Le segunda estrategia es controlar a tus fanáticos. No faltarán -- especialmente entre tus discípulos -- quienes serán muy impresionados contigo, y con mucha sinceridad te quieren alabar. Pero esto sólo alimenta tu vanagloria, y de pronto te encontrarás creyendo tu propia propaganda. Repréndelos y enséñalos que él único digno de alabar es el Señor Jesucristo (1 Tes. 2.6). La tercera estrategia es controlar tus acciones. Obliga a tu cuerpo a no actuar ni reaccionar vanagloriosamente. Permite a otros pasar primero, servirse primero, beber primero, tener lo preferido. No busques los primeros asientos, hazlo un hábito ceder el mejor lugar a otro (Luc. 14.7-11). Y la cuarta es controlar tu crítica de otros hermanos, tanto verbal como mental (1 Cor. 4.3-7). Cada vez que te encuentras diciendo o pensando innecesariamente mal de un hermano, oblígate a decir o pensar algo (como lo merita el caso) positivo de esa persona (Fil. 4.8). Sin duda sufrirás fracasos y percances (igual como yo), pero también apercibirás un progreso invariable, como hombre caminante -- lento pero seguro. No excuses tus fracasos, pero tampoco te rindes ante ellos. (Sé hombre, pórtate varonilmente, esfuérzate, pelea la buena batalla de la fe!

Los ministros debemos apreciar nuestra naturaleza varonil y en ninguna manera debemos permitir que seamos emasculados por la afeminación que prevalece en este siglo moderno. Casi todo el mundo está en contra de hombres que se portan como hombres, por eso tenemos que recobrar nuestra dignidad varonil y tomar las riendas de nuestros ministerios. Debemos ser intensamente independientes y fuertes en nuestras posiciones; no hay lugar en el ministerio para hombres débiles. No hay razón por ser tímidos, pues somos embajadores de Dios y él no hará nada sin que revele su secreto a sus siervos los profetas (Amo. 3.7). Pero el orgullo, o confianza, natural del verdadero varón tiene que ser templado por la verdadera humildad y mansedumbre -- igual como un caballo fuerte y noble es domado más no derrotado. Nuestra mansedumbre y humildad no implican debilidad, más bien fructifican dirección y nos hacen útiles para los usos del Señor; lo hacen posible que verdaderos hombres, con ideologías muy independientes y diversas trabajen lado a lado sin odiarse, estorbarse, ni destruirse. Sino, más bien, dos hombres fuertes e independientes templados por la humildad y mansedumbre se aguzan mutuamente (Pro. 27.17) -- como el cuchillo y el esmeril -- se complementan y se perfeccionan. La humildad y la mansedumbre, manifestados en estos cinco principios, son clave para mantener una relación profesional sin contiendas con los demás ministros, y un ministerio sin vituperio.